A José Visconti
No se pareció a ninguno porque no tenía malicia, pensaba en los otros más que en sí, conoció a María Teresa País en el aula universitaria hace casi 50 años y con ella labró un hogar de sonrisas. Quiso ser cura y no fue. Ayudaba en las misas de las parroquias de Caracas y escribía en el diario La Religión.
Lo tuve conmigo en el aula y me brindó su brazo hasta el fin. José Visconti sabía de antemano que su vida sería entregada al prójimo. A José se le conoció más por su estancia en televisión, pero antes existió otra etapa, la de El Nacional. En 1973, su esposa fue mi compañera en el departamento de diagramación en el momento de la fundación del diario 2001. Cuando me fui a El Nacional en 1974 para diseñar la sección deportiva, a poco estaba José en la cobertura del futbol local.
Detrás de su risa perpetua, que muchos podrían categorizar de estereotipada, estaba una persona buena, un característico que imitaba en público a la perfección a sus jefes, a Abelardo Raidi, a Castro Pimentel, a Rubén Mijares que tenía al lado, al Mauriello que no pensaba sino en los numeritos beisboleros, al argentino que venía a enseñar los trucos del ajedrez, a Penziny Fleury con su Correr es Vivir, a todos cuantos pasaron por esa redacción en los años 70-80.
A José Visconti le entró en la cabeza una obsesión: me voy a comprar un Mercedes Benz. A pulso, sin alardes, reunió lo suficiente y adquirió un Mercedes Benz de paquete. Ya había adquirido un apartamento en Montalbán, su primer paso para consolidar a la familia.
A partir de su estancia en El Nacional, José se abrió camino. Insuperable. No peleó con nadie, no le deseó mal a nadie, destacó en prensa, radio y televisión, se hizo fan de los Leones del Caracas, e instituyó una frase insoslayable: Deportivísimos amigos.
Mi amigo ha muerto. QEPD.